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jueves, abril 25, 2024

LUPUNA

Miuler Vásquez

LA AMABA, hasta que la vio parir. Las contracciones surgieron sin anuncio previo, en la medida de unos pasos (los de ella) acortando la distancia entre la sala y el dormitorio. Casados en una iglesia de grandes murales, él esposo fiel, ella agradecida con la vida, tendrían en breve el primero de los ocho hijos deseados.

El padre, aliviado en parte al saberse libre de los deberes de asistente personal, cansado de varias noches de desvelo, salió en busca de la partera, ubicada a tres cuadras de distancia. Con ella, seguida de un séquito de parientes, incluido la suegra, retornó en el acto.

Cansada de la corta espera, tan pronto los vio llegar, la gestante se desplomó sobre las sábanas y, con los ojos bien cerrados, agitada, valiéndose del aire exterior sorbido en abundancia, no se estuvo con rodeos: ahí mismo echaría fuera al bebé.

“Puja, mujer, puja…”, le decía la encargada de asistirla. El padre miraba silencioso, pensativo. Ya veía la cabecita. Y ella, madre primeriza, apretaba los dedos y contraía los dientes. Un poco más y el cuerpecito de un nuevo ser, ¿hombre?, ¿mujer?, vería la luz del día. Habría terminado de salir de esa caverna ensangrentada sin ninguna dificultad, a no ser porque, en el último tramo, ¿hombre?, sí, varoncito, con la mitad de las piernas de la criatura afuera, a la madre se le dio, de tanto esforzarse en desinflar la barriga, deshacerse de una ventosidad que la tuvo en vilo durante varios minutos. Al fin, pensó entre lágrimas, se le acabaría el sufrimiento. Pero tras la flatulencia ocurrió una secuencia de erupciones parecidas, lo cual desencadenó, al cabo de unos segundos, ya no solo gases sino concentraciones fecales, que para colmo, fueron a dar por entero sobre el recién nacido.

“Qué horror”, pensó el padre.
“Qué vergüenza”, se sonrojó la madre.
“Este muchacho crecerá cagado”, se dijo la partera.
“Lávenlo con agua tibia”, intervino la suegra

La criatura se empapó de mierda verdusca, liviana, aguada. Aun así, se resistió a llorar. El alboroto del resto le importó un carajo, eso dio a entender en cada leve movimiento.

“Es un bebé fuerte”.
“Ha de ser un hombre poderoso
cuando crezca”.
“No nos mira”.
“Está sanito”

Las voces no lo favorecieron con un “lindo” o “precioso” bebé acostumbrado, pero estaba bien, no le interesaba esos arrumacos. Sabría valerse por sí mismo en el futuro, la vida le enseñaría esa lección. Mientras tanto, el mundo le resultaba agradable, tibio, sin dolencias. ¿Y si se comunicaba un poco? ¿Y si abría la boca? En breve, mientras era secando con una toallita blanca que olía a limón, un llanto acogedor, bien recibido, fue colmando el ambiente de alegría. O eso parecía.

“Tiene los ojos de la abuela”.
“Tiene buen pulmón”.
“Tiene hambre”.
“Tiene frío”.

Recostada en la cama, la parturienta respiraba con tranquilidad. Ya no tenía lágrimas; más bien las facciones nuevas de su rostro, reflejaban tranquilidad. A la pregunta del esposo “¿Estás bien, amor?”, ella contestó un “sí”, cargado de fastidio. La respuesta pareció ser otra: “estoy bien, pelele, semi muerta, abierta en dos, pero bien”. Y ante una segunda pregunta: “¿Te duele?”, apretó los dientes con fuerza. No dijo nada, en cambio ese rostro sudoroso, habló por si mismo: “Me duele mucho más la llaga dejada por la vergüenza de cagarme ante los ojos de todo el mundo, me dolerá siempre esa herida. Ya no cuentes conmigo para tener los ocho hijos planeados, ni hablar, antes muerta”. El esposo también se guardó en revelar sus pensamientos: “cuánto asco me ha dado verte la mierda, ni loco te arrimo el piano otra vez”

La novedad del recién nacido duró poco. De vuelta a la cotidianidad, los esposos no se reconciliaron nunca más. No habían tenido un distanciamiento propiamente dicho, a decir verdad, nunca hablaron del asunto; pero después del parto, sin decirse absolutamente nada, cada quien decidió mirar es diferente dirección. El esposo, poco favorecido en talla, quien fuera el “enano erótico” de una mujer cagona, fue el primero en sacar los pies del plato. La esposa no se quedó atrás. ¿Debía serle leal todo el tiempo a ese mal hombre? De ningún modo, ella era humana, tenía deseos también. Además, el periodista del noticiario de las once de la noche tenía razón: las mujeres se cansan de ser buenas. Los adultos, a fin de cuentas, no debían desentenderse de las necesidades de los hijos. En ese sentido, el chico crecería rodeado de amor, al margen de las decisiones de los padres. Nada le faltaría al de ellos, todo le sería dado en abundancia, crecería entre cuidados saludables.

Quien más le asistía al retoño era la abuela. Le daba de tomar leche de cabra, le masticaba la comida para una mejor digestión, le hacía mimos, le bañaba en agua tibia en una gran bandeja, y en fin, decía estar a gusto con su nieto favorito; pero conforme lo vio crecer y de un tiempo a otro armarse de un cuerpo poco agraciado y voluminoso, el interés disminuyó a cero. Pronto la abuela lo abandonó por completo para irse a vivir al otro lado del mundo con una prima suya. El mocoso, lejos de entristecerse, se sintió aliviado. La abuela lo había hostigado hasta el hartazgo. Con ella en otro país, restablecido, empezó a escuchar otros sonidos diferentes a esa horrenda voz de todos los días, también se animó a preguntar en público, a reírse a todo pulmón, y qué bien le hacía respirar aire puro, qué satisfactorio era correr calles enteras… A la abuela no la volvió a ver más; no obstante, la madre del rechoncho niño, le comentó a un grupo de amigas el futuro casamiento de esta con un europeo adinerado. Aunque nadie le creyó, el marido, otrora “enano erótico, soy tuya papi”, enterado por boca del hijo, le hizo burlas de corte sexual. Le dijo algo relacionado con “esfínter”, “virginidad”, y “mierda”. Ofendida, la agraviada le dio un cachetadón en la cara. Ante la vacía reacción del poco hombre bueno para nada insulta madres, viéndolo temeroso, furiosa desde que la viera derramar caca aguada en el parto, empezó a zarandearlo de los pelos. Con la madre suya nadie se metía, debía entender a las buenas o a las malas, en este caso a las malas, por insolente. La mujer, iluminada, robustecida de poder, se sintió en la cima. Podía llevar el control haciendo uso de la violencia, acababa de descubrirlo.

La lógica de una agresión debería implicar un alejamiento obligatorio, o una represalia. El enano erótico no optó por ninguna de estas acciones. Recibió golpe del bueno, se mantuvo callado e hizo lo concerniente a un verdadero caballero: resistir con estoicismo. Finiquitada la golpiza, se fue sin decir nada, presto a reiniciar los negocios postergados. Más tarde, envalentonado, animoso, regresó con la consigna de quebrarle un par de costillas a su mujer. Ella no tenía derecho a levantarle la mano ni con el pétalo de una rosa, no le tenía ni una pizca de respeto al artífice de una vida de ensueño, llena de lujos y ostentaciones. Por todo ese mal accionar, la haría pagar. No era de esos golpeadores de la calle; pero una ofensa de tan grande calibre, no la dejaría pasar por alto. Se le acercó sigiloso. Carraspeó para darse a notar. Un detalle importante fue la luz del comedor, ubicada en ángulo perfecto, cómplice del inminente ajusticiamiento. En un segundo carraspeo, cerró los puños. La luz entonces proyectó una sombra aterradora, mucho más grande, del doble de tamaño de quien la proyectaba. Para cuando un soberbio puñetazo lo hizo retroceder medio metro, lamentó no haber planeado una mejor estrategia de venganza.

La gomeada se hizo rutina de todos los días. Tan pronto un respiro alteraba el orden, ella se encargaba de silenciarlo de un sopapo. El aminorado esposo se sentía un saco de pelea, una pelota saltarina, una campana en pleno tañer, y los puños de la mujer, imparables en dar con su cara, lo arrinconaban como taladro en el lugar menos esperado. Esta interacción poco ortodoxa, cumplía con no extenderse fuera de las paredes de la casa, menos mal, rugía el adolorido hombre, no estar en boca de la multitud era un verdadero alivio, o lo fue hasta el arribo de los pasquines. Ante esta novedad, planeó una estrategia desesperada: seguirle el juego, fingir obediencia absoluta. Pero la mujer, al parecer poseedora de un fino olfato para detectar la mentira, no se tragó el cuento, por el contrario, al vérselas frente una cara de cojudo, para remate franelero, le procuró el doble de golpes acostumbrados. Ya en ese tiempo, las costillas del otrora “enano erótico, ay, qué rico, mete tus bolitas también”, se habían acostumbrado no solo a los puños de la implacable castigadora, sino a los zapatos, correas y otros objetos contundentes utilizados según la ocasión.

El gran dilema del agredido, huir o afrontar la caída, lejos de esclarecerse, se oscurecía más con el paso del tiempo. En teoría, cambiar de rumbo no era difícil, total, ¿qué otras cosas peores podrían ocurrirle? En la realidad, empero, no podía moverse. Algo de ella, quizás esos ojos semicerrados, o esa lengua viperina, o la estrella tatuada en el dorso de su mano derecha, lo obligaba a estar quieto. Agazapado cual manso cordero, lamentaba no tener adiestramiento en “sacaderas de mierda”, le pesaba no ser el hijo’eputa sin escrúpulos de la película sino un pelele sometido. La rabia lo consumía por dentro. Quienes recibían esa frustración en calidad de insultos, ofensas y sopapos, eran los trabajadores de sus empresas. Ellos no se atrevían a levantarle la voz: el miedo y la amenaza de un despido arbitrario los conminaba a ser sumisos.

Si bien la derrota en el campo minado del matrimonio era marcada, en cambio en los negocios, el éxito del “enano erótico, me vuelve loquita tu poronga”, era rotundo. De ser un trabajador en las cosechas de hoja de coca, pasó a ser propietario de terrenos, distribuidor y gerente de varias empresas comerciales. Team Zafiro & Quimérica Internacional Asociados of Word se leía en la pared de acceso a su oficina principal de doscientos metros cuadrados, y unos centímetros más abajo, en letras doradas: Gerencia general. En ese lugar planeaba las múltiples estafas, los negocios ilegales y la compraventa de cocaína de alta pureza.

La empresa de menos auge económico de este próspero empresario, era el salón de baile bautizado con el nombre de un filme famoso, popular por las “cárceles de mujeres” de los días jueves. Si bien las actividades en conjunto del salón de baile no se comparaban con la rentabilidad obtenida de los negocios ilegales, el funcionamiento diario del mismo servía para justificar, o “lavar”, o “blanquear”, el ingreso mal habido de sumas exorbitantes. Si el poder del dinero no podía solucionar el problema doméstico que acarreaba todos los días, lo haría el poder político, pensó una tarde. Primero sería alcalde, luego parlamentario y, ¿por qué no?, presidente de la república. Medios financieros, tenía. Experiencia en gobernar, le sobraba. Facilidad de palabra, buena apariencia, sonrisa adecuada y demás detalles típicos de los gobernantes, eran cualidades natas en él. En caso de ganar…, no, carajo, la única opción era ganar. Cuando ganase, le daría trabajo al amigo vago de su hijo, al profesor de idiomas. Ese, pocos lo sabían, o nadie quería admitirlo, era un tipo increíble, sabía muchas cosas. En fin, primero lo primero: ser elegido. Fue un día domingo cuando tomó esta decisión. Pronto salir en la televisión, sonreír en los mítines, visitar los barrios pobres, dar limosna a los mendigos e ir a la iglesia, serían actividades rutinarias. Y el día de las elecciones, ni bien los resultados le diesen el triunfo, la venganza contra su mujer sería sublime. Sin ahondar en muchos detalles, la imaginó de rodillas. Sí o sí arribaría a ese desenlace, alguien con tanto poder siempre lo puede todo. Mientras imaginaba ese gran día, sonó el teléfono. “Mierda, ya es hora de volver a casa”, masculló antes de contestar.

Faltaba un año para las nuevas elecciones. Debía ponerse en acción de inmediato, sacar ventaja de los demás políticos, adelantarse en estrategias. Se le ocurrió comprar instrumentos musicales para implementar una orquesta propia, una con músicos renombrados, no menos. En ese momento no tenía idea de la buena elección que se disponía a realizar, sencillamente tenía puestos los ojos en ser el próximo alcalde.

En los meses siguientes hizo de todo para congraciarse con la gente. Se le veía en las calles con la esposa e hijo, sonriente, amable, inyectado de armonía. La esposa se sumó al juego de ser parte de una “familia feliz y bendecida por el altísimo” a cambio de recibir, tan pronto se ganen las elecciones, los títulos de propiedad del salón de baile. El hijo, cada vez más rechoncho, se emocionó con la idea de ver al amigo, hermano, confidente o cómplice, en las altas esferas políticas, al fin dedicado a lo suyo.

En contadas palabras, la vida del dueño del salón de baile, dio un cambio brusco. De ser un torrente de emociones dispares, se limitó a mostrar una sonrisa cojuda. Lo más difícil fue disculparse con sus trabajadores. Los reunió en la gran oficina de doscientos metros cuadrados, llenó la piscina al límite e hizo acomodar un bar repleto de güisqui en la entrada. “Chupen, amiguitos y amiguitas, en mí tienen una mano amiga”, cerró el emotivo discurso luego de una avalancha de reclamos y quejas. Más tarde, rodeado de un grupo de mujeres desnudas, en la plenitud de una erección pocas veces lograda, recién pudo emitir una sonrisa. La piscina ubicada dentro del amplio despacho, aparte de usarla regularmente para fines relajantes, la utilizaba en reuniones de alto nivel con políticos corruptos, mafiosos extranjeros, jueces, fiscales o uno que otro proveedor. Haberla dispuesto al alcance de una sarta de perdedores no le causó gracia en lo más mínimo, menos recibir el ataque inesperado de quejas, malnacidos, ¿por qué demonios no renunciaban si se sentían maltratados?, ¿por qué, si de verdad eran coherentes, no se marcharon sin probar el trago gratis y la comida en abundancia?, ¿por qué ensuciaron el agua de la piscina, mequetrefes, pueblerinos de río, si no se sentían conformes? Gajes de la política, sonrío, absorto en placer producido por un “memorando”.

La agrupación musical de reciente formación, también bautizada con el nombre de un film famoso idéntico al salón de baile, tuvo un éxito inusitado. Los conciertos se hacían con multitudinario público. Los temas “¿Quién no lloró por amor?” y “Si no vuelves” calaron en grandes y chicos. El grupo se hizo popular en pocas semanas debido a una frase característica recitada en el inicio de cada canción: “La del rico vacilón”. Más adelante esta frase sería modificada a modo de parodia por el alcalde apodado Gallinazo: “La de la rica explosión”

Con todo este preámbulo, “enano erótico, cógeme, soy tu putita Blancanieves”, se inscribió oficialmente como candidato. De buenas a primeras, si consideraba la afluencia de gente a los conciertos y la respuesta de los ciudadanos a los saludos diarios, tenía asegurada la victoria. Pero la irrefutable acogida solo fue espejismo de mal gusto. La gente celebraba con él, daba vítores de consentimiento, levantaba pancartas, coreaba lemas, y al día siguiente se esforzaba igual o más con el siguiente candidato, total, el voto era secreto. Sumó en contra de la campaña el poco recato de su mujer en mostrarse en amores con un militar y las travesuras terminadas en tragedia de su redondo hijo.

La mujer no se hizo se problema al ser encarada. “Cachar es de humanos”, se justificó.

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