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jueves, abril 18, 2024

El BRUJO (FRAGMENTO)

Miuler Vásquez

Soy el brujo. Se corrió la voz sobre mi muerte, por eso, de todo rincón, vinieron mis amigos para darme el último adiós. Pero quien murió fue mi hermano; él estuvo en esa caja mortuoria, yo no; él estuvo rodeado de arreglos florales, yo no.

Yo, todos lo saben, llegué después. Mi historia no es extraordinaria. En realidad soy un brujo de poca monta, un mortal como cualquiera, eso soy.

¿De qué se me acusa? ¿Qué pruebas hay contra mí? Mi única debilidad son las mujeres, no tengo nada que rebatir al respecto, ellas son la miel de mis labios, y yo, cual abejita glotona, las quiero toditas para mí. Eso sí: nunca las he tratado mal. Es al contrario. ¿Acaso hay alguna que ha dado mal testimonio de mi persona? No hay. Yo soy un brujo, no un criminal, no un narcotraficante que lleva fajos de dinero y droga en maletines, ¡no!, ¡qué absurdas acusaciones pesan sobre mí!

Y por favor, qué es eso de estar preguntándome si me funciona la pieza, respete, no se pase de pendejo pues. ¿A usted le funciona? No me incumbe, pero al ver su cara desencajada, desde ya intuyo lo evidente. En mi caso, en cambio, ¡se lo aseguro!, hay un gorila dentro de mí. ¿Quiere que le muestre mi furioso animal?

¿Cómo que no es necesario? ¿Me insiste y ahora no quiere cerciorarse? Hay una canción, capitán, con la que me identifico. Dice así: “bendita sea mi mama, por haberme parido macho”. Aunque no tengo ni tuve madre, esa es mi canción. ¿Y cuál es la suya, dígame? Ya sé: “yo soy una mariposa, con mis alas vuelo yo…”.

Ya. Ya. Me callo.
Anímese, hombre.

Le cuento que me gusta leer. Los libros que conservo en mi biblioteca, hasta ahora, son, a ver, todos los tomos de “Las mil y una noches”, “El Decamerón”, las cuatro novelas y cincuenta y seis relatos en los que participa el detective más famoso de la literatura: “Sherlot Holmes”, “Drácula”, y varios tomos más de literatura fantástica que no viene al caso mencionar… A lo que quiero llegar, sin embargo, es que la vida tiene mucho de ficción. A veces ya no estoy seguro si lo que he vivido realmente pertenece a mis recuerdos, o si eso que recuerdo, tal vez lo haya leído en algún pasaje de uno de mis libros.

Hace rato me pediste que te contara mi vida. Lo haré con el riesgo de contarte una historia salida de uno de los libros que he leído. Y luego me iré, como quedamos.

Para empezar, antes de ser brujo, fui un hombre lisiado.
Nací deforme.

Mi madre me parió contra su voluntad antes de tiempo, porque un hombre le abrió la panza con un afilado palo; esto lo supe después, de boca de su propio asesino.

Crecí en un pueblito rodeado de gente pobre y supersticiosa, sin nadie cerca, relegado a ser un bastardo, una escoria, un objeto movedizo entre la basura.

Nadie tuvo compasión de mí, es más, me temían por la fealdad de mi rostro. Bueno, en realidad feo feo no soy, más bien en esa época andaba todo sucio, con mucha mugre en la cara.

Mi afán por sobrevivir me obligaba a pedir descaradamente a las pocas buenas personas que tenían la voluntad de ayudarme, o a veces, si la necesidad era apremiante, llegaba a comerme algunas ratas o lagartijas vivas. Tengo vagos recuerdos de cómo hacía para quitarles el pellejo, tenía poca edad entonces, comprenderá que me era sumamente difícil.

Así llegué a la adolescencia. Es decir, pasaron los años, crecí, ja-ja, crecí en edad, porque mi estatura seguía siendo la misma de siempre,es decir, menos de un metro. Lo único bueno fue que se desarrollaron mis músculos, lo suficiente para poder vérmelas por mí mismo.

Ninguna mujer, es de entenderse, se fijaba en mí. ¿Quien podría? Por más que me lavaba bien la cara y me vestía lo mejor posible, nadie, carajo, por ser enano, se me acercaba siquiera. Lo único que me quedaba, capitán, era jalarme la tripa con brutalidad, una y otra vez, me volví adicto a esa deliciosa ceremonia para mi alma

Una vez, recuerdo, una hermosa damisela que no andaba bien de la cabeza, osea una loca, desde el otro lado de la calle me abrió las piernas. Como insistía en apuntar su índice a su cosita peluda, pensé que deseaba que le mostrase mi enfurecido animalito. Yo, ni corto ni perezoso, a manos llenas le expuse lo que debía, y, qué horror, por qué me atreví, lo lamento hasta hoy. Primero fue su risa siniestra, “ja jaaaaaay”, más o menos, luego empezó a temblar y a gritar incoherencias. Parecía una marioneta descontrolada. La gente que se arrimó a ver el espectáculo, al vernos a ella desnuda y a mí con los pantalones bajados, me empezó a insultar. “El demonio quiere violar a la loca”, dijo un hombre que en nada le agradaba mi presencia. “El engendro la tiene grande, cuidado desflore a las criaturas”, lanzó una vieja gorda sin dejar de ver mi voluminoso mástil, el cual, se lo confieso, tiene como base tres robustas bolas, porque tengo tres en vez de dos, créame. En fin. La locaria siguió en su baile descontrolado. Le salía espuma por la boca. “Es un demonio este retaco, la hizo más loca”, me acusó otro vecino. “Qué enorme diablura, esto no es de Dios, ¡agárrenlo!, ¡échenle agua!”, azuzó el cura, salido no sé de dónde. E inmediatamente me agarraron de mis cinco extremidades y me llevaron a un calabozo frío y oscuro; ahí, balde tras balde de agua, calmaron mi calentura. Se me fue el deseo. Mucho más cuando los jijunas me azotaron, dizque porque llevaba no uno sino una legión de demonios dentro de mí. ¡Carajo como me dolió!

El día que me iban a quemar en la plaza pública, más de un mes después de mi primera paliza, una avioneta se estrelló en la montaña contigua, exactamente frente a los ojos de todos mis victimarios. A pesar de que recién estaba empezando a oscurecer, la explosión iluminó el cielo varios segundos y lo tiñó de un humo espeso. Todos se detuvieron para mirar. Fue en esos segundos, que aproveché para huír. En realidad, ellos se desentendieron de mí, fue fácil. Los vi perderse en el camino, en busca de los maletines con dólares y cocaína que, estaban seguros, llevaba consigo la avioneta. Unos pocos se quedaron, vi caritas temerosas de niños en las ventanas, vi algunas mujeres sacar la cabeza de las puertas de sus casas, pero nadie se atrevió a detenerme. Mi destino me indicaba irme de ese lugar y eso hice, me fui para siempre.

Me perdí entre los árboles, caminé varias horas, y, tras comer unos frutos parecidos a la uva solo que lechosos y de sentarme cerca de una quebradita de aguas cristalinas, me tumbé en la orilla, contento de estar vivo. No sabe lo bien que se siente respirar la libertad del bosque; no hay nada mejor que desplazarse con libertad, sobre todo si te han encerrado un mes entero en un sucio calabozo.

Quisiera exaltar la belleza insectil que hay en el bosque, decir lo maravilloso que es el contraste de colores de las mariposas, o por lo menos admitir que las chicharras tienen un canto enternecedor; pero, le aseguro que no es así: esos insectos son capaces de volverte loco.

Haberme tragado una mariposa gigante y colorida me produjo manchas rojas en la piel, creí morir, me dolía hasta las entrañas. Como pude, tambaleándome, me arrastré en dirección a una piedra de regular tamaño. De no creer, las mariposas me siguieron, algunas incluso querían entrar en mi boca por voluntad propia. Yo ni cojudo, qué voy a querer comerme otra. El sueño de hacía poco se convirtió en pesadilla, qué horribles insectos, demoníacos, «seguro me van a devorar con todo y huesos», imaginé. E hice el intento de ver, en mis alucinaciones, los colmillos de esas fieras aladas. «¡Qué muerte la que me esperaba!», me lamenté entre sollozos. Creía ver sables, afiladas navajas, alfileres, aunque seguramente eran las antenas, las patas y las débiles mandíbulas de aquellas mariposas multicolores que me rodeaban. Lo más siniestro vino después. Esos sonidos del bosque, agudos y variados, se metieron en mi cerebro con verdadero sadismo. No pude resistir más: grité y grité, con todas mis fuerzas.

Eso de gritar, en realidad, fue otra alucinación mía. Sucedió más bien que me dejé caer, vencido, en el inevitable desvanecimiento. Yo, el bastardo, el visceral engendro que pululaba entre la basura y la suciedad, el enano a quienes todos temían, el violador de locas, ¿acaso estaba siendo flagelado por el vuelo de mariposas multicolores? No me detuve a pensar en eso, solo caí y caí en un abismo infernal.

Cuando desperté, la luz del amanecer me cegó. Poco a poco fui adaptándome a las formas de este nuevo día. Mis músculos dejaron de estar contraídos a los pocos minutos. En verdad hice un esfuerzo grande para moverme; y en cuanto lo hice, sentí miles de cuerpos diminutos que caminaban sobre mí. Miré todo lo que pude ver y vi, cual panal alborotado, un dosel de hormigas recubriendo mi cuerpo maltrecho. En mis oídos, en mis narices y en otros agujeros de mi cuerpo, también las sentí moverse. Qué espantoso espectáculo me sobrecogió; dije: «ya debo de estar pelado, sin piel, hueso, con las tripas afuera». Y seguí viendo. Vi que las hormigas se dispersaban con apresurado avance, vi los cadáveres de las mariposas de la tarde anterior, vi el suelo de los costados, vi capas negras (¿de piel?, ¿de carne?, ¿de sangre?), vi las uñas de mis pies, mis rodillas, mis piernas, al fin mis manos, mis brazos… Mi piel lucía renovada, blanca; al parecer la suciedad de mi cuerpo había sido la carnada que atrajo a las hormigas. En el suelo, efectivamente, como si fuera las mudas de una serpiente, o más bien cáscaras de yuca, observé, anonadado, gruesas capas de mugre. Me di cuenta que eran moldes de mis extremidades, espalda y cara. Prácticamente durante años llevé conmigo una segunda piel de suciedad bastante gruesa.

Con mi renovada piel, extremadamente blanca, debía movilizarme con cuidado. A diferencia de antes, ahora el sol me irritaba en pocos minutos. Los zancudos hicieron su agosto: durante semanas me fue difícil adaptarme a sus picaduras. El rose de una hoja y hasta el contacto con la arena me perjudicaban en gran medida. Lo peor fue que empecé a tener miedo de las fieras, me sentía débil, nervioso, sin ánimo de sobrevivir en mi nueva morada de árboles, quebradas y animales salvajes.

Comprendí que no me iba a morir, una tarde en que descubrí a un enorme felino entre la maleza. Al parecer había estado pendiente de mis movimientos, mas como mis sentidos estaban más alertas que nunca, intuí el peligro con antelación. Lo que recuerdo es que, decidido a todo por conservar mi vida, me abalancé sobre él y caí en sus narices, un metro antes, el punto exacto según mis cálculos, para girar sobre mí mismo, a derecha o izquierda según su reacción, y abrazarlo desde atrás, a la altura de su estómago. Estas técnicas de ataque las llevaba en mi memoria desde niño, debido a que me peleaba con enormes cerdos en busca de rescatar sobras de comida para no morirme de hambre. Me sirvió recordar. El felino no esperaba tal reacción, y yo no esperé tan descomunal fuerza. Aun así logré abrazarlo, a las justas. Con mis manos y brazos, le presioné lo más que pude. Uno, dos segundos, pero su fuerza era bastante superior a la mía. Me creí perdido. En un arranque de desesperación, le cogí los testículos, sentí sus conductos venosos, las fibras de carne de sus huevos ovalados y una electricidad en sus músculos. «Te los voy a arrancar y me los voy a comer, maldito», le amenacé. «Noooo», pareció responderme con su rugido. «Noooo». De pronto sus fuerzas cedieron, se quedó estático. Entendí que quería una tregua y que aceptaba su derrota. «Estoy de acuerdo, dejaremos de pelear. Tú me dejas en paz, yo te dejo en paz. ¡Vete!», le advertí. Ni bien le solté, se fue asustado, con el rabo entre las piernas.

Así me pasó con otros animales. Más de una serpiente quiso devorarme pensando que no era ágil con mis manos; cientos de murciélagos quisieron proveerse de mi sangre sin tener idea de que terminarían con sus alas y cabezas rotas; una vez, un lagarto enorme me quiso tragar, para su mal, porque hice que mordiera el vacío y se comiera varios bocados de piedra. ¡Ah!, pero otra vez, cansado de comer hierbas, tallos y frutos, decidí cambiar de menú. Una sachavaca se mostraba bastante apetecible a mis ojos, en ella puse mi objetivo y fui tras sus pasos. Cuando la atraje hacia mí, porque la verdad no opuso resistencia, imaginé lo que hacía de niño con las ratas y lagartijas: quitarles el pellejo para valerme de la carne. Tan hambriento estaba, que me apresuré con vehemencia sobre mi presa. «Hoy te como, hoy te como», le hablé. Ya no era raro para mí hablar con los animales, lo hacía todo el tiempo con el fin de no olvidarme de las palabras. A veces creía escucharlos, incluso. Ese día, amasé la dura piel de la sachavaca, la tanteé, «te como, te como», le volví a decir, antes de clavarle los dientes con violencia. «¡Auuu!, ¡caraaaju!, ¿qué tienes, hombre?, ¿qué te pasa?». Me mostró sus grandes dientes, «¡sal de aquí», me siguió diciendo, «ahorita te muerdo vas a ver, sal de aquí».

Me habló, capitán, lo vi, lo oí. El susto que me llevé fue mayúsculo. Qué carajo era ese animal, de dónde había salido; no me quedé para averiguarlo, más bien corrí a toda prisa, al doble de velocidad, sin rumbo preciso. En mi avance noté otras sorpresas más. ¿Qué cree? Los demás animales, en la tierra o en los árboles, conforme me veían pasar, se destornillaban de la risa. Era el hazmerreír de todos.

Nací lisiado, le dije; eso y las palizas que recibí durante el mes de encierro, acentuaron aún más mi cojera, así que imagínese el espectáculo que daba. Mi desplazamiento producía un bamboleo gracioso en mi tronco y cabeza, más o menos parecido al baile del tuis, habrá escuchado hablar de ese popular baile, supongo. ¡Hum! Tiene la cara de cumbiambero, no creo que conozca esa moda de los buenos tiempos. Es así: extienda las manos, muévelas al compás de los brazos, en círculos, de arriba para abajo, así, así, mueva la cintura, avance y retroceda con los pies… ¿Ve que es muy gracioso?

Al llegar a una parte de la selva en la que los árboles se perdían en el cielo, no dudé ni un solo segundo en adentrarme a través de esa maraña de raíces gigantescas que se exponían en la base de los mismos. Ante mí se expuso un laberinto oscuro, siniestro, dotado de los recovecos perfectos para hundirme en la soledad y dejar de ser fastidiado.

Me arrojé de cabeza en la hendidura más grande que vi, sin demora. Mi cuerpo semidesnudo, cuya única ropa que conservaba era los restos de un pantalón desteñido por el uso, se reconfortó al sentir el contacto con musgos, hongos y quién sabe qué especies vivientes más. Para resumir: ahí abajo fui a dar con un colchón resbaloso….

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