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Tarapoto
miércoles, abril 24, 2024

La condena de una Amazonía sin tregua

Ayer, agobiado por el calor de una inclemente madrugada tropical reacia a dar tregua, desperté temprano. Demasiado temprano. La oscuridad aún imperaba en el paisaje que alcanzaba a divisar por la ventana del cuarto, vanamente abierta de par en par en la búsqueda desesperada de algún soplo de aire. Además de una legión de sedientos zancudos – el festín nocturno que me tenía por plato principal había dejado ronchas por doquier – nada parecía haber entrado por ella.

Con la mirada fija en el oscuro cielo – la contaminación lumínica de mi calle no me impedía divisar un par de estrellas (¿o serían planetas?) – evoqué recuerdos ya distantes de aquella noche en la que, todavía sin hijas, mi esposa y yo rentamos la habitación de un hotel en las afueras de la ciudad. Más allá de un par de horas tras la cena y unos cuantos tragos que prolongaron la velada, tampoco dormí esa vez. Si soy honesto, no puedo achacarle mis problemas de insomnio a las pequeñas que ahora nos tienen a su merced. Sin embargo, no era el calor lo que me mantenía despierto. De hecho, nunca comprendí ni supe el porqué mis sueños eran siempre interrumpidos. Y así, sin razón aparente, terminé contemplando el jugueteo de los árboles con el viento hasta que amaneció.

Enclavado en un paraje amazónico de ensueño, en aquel alojamiento el sonido del río y de la espesa vegetación circundante puede ser dulcemente ensordecedor. En extremo relajante. Pese al desvelo, me sentí tan distendido a la mañana siguiente que hablé con denuedo de mi experiencia durante todo el día (lo usual es que relate mis anécdotas como si tuiteara: contando cada palabra). Con vivencias menos glamorosas pero de similar resultado terminaría por comprobar que, en efecto, en la selva la temperatura solo es sofocante cuando lo único que tienes a tu alrededor es cemento, fierros y calaminas. Ni el mejor equipo de aire acondicionado se compara al frescor generado por una frondosa vegetación. Obvio para los naturales de esta tierra, para alguien proveniente de la desértica y – en el más amplio sentido – monótona costa peruana, resultó un descubrimiento esclarecedor y aleccionador.

Hoy, mientras escribo estas líneas, soplan con ligereza los vientos navideños. La temporada de lluvias hace de las suyas en las regiones andinas y selváticas del país, lo cual es usual en esta temporada. El calor sigue siendo insoportable en una urbe como Tarapoto mas las grisáceas y pesadas nubes anunciando precipitaciones nos regalan esas treguas que tanto ansiamos.

Eso sí. Aunque lejano, llegará el día en que ninguna tregua será posible. Según pronósticos que consideran el impacto del cambio climático en el futuro cercano del planeta, es probable que, en 70 años, Tarapoto y buena parte de la Amazonía sean sencillamente inhabitables por las altísimas temperaturas que registrarán.

No puedo evitar pensar en mis niñas. La mayor ingresará al jardín recién el año próximo. Y, si bien los cálculos no son mi especialidad, anticipo que los hijos de mis hijas tendrán que plantearse a dónde migrar en caso persistan en residir aquí. En la distopía que les tocará vivir, la selva y las costumbres de su gente sonarán a mitos de un mundo que no existe más. ¿Y si dicha gente hubiese tenido por costumbre proteger las maravillas naturales que les rodeaban?

Viene a mi mente – nuevamente – la noche de ayer. Esa que, como en tantas otras, desperté de madrugada y no dormí hasta que el sol iluminó la montaña desprovista de vegetación que es posible divisar desde mi ventana. ¿Y si nos hubiese preocupado siquiera un poco ese verdor que se desvaneció para siempre?

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