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jueves, abril 25, 2024

No todos somos iguales

Existe un dicho polivalente que esgrimen tanto quienes dicen rechazar a los racistas como los que niegan la existencia del racismo: “el que no tiene de inga, tiene de mandinga”. Citada con frecuencia por políticos y opinólogos – y recientemente por una muy despistada columnista de una conocida revista – se intenta demostrar con ella que todos tenemos un poco de todo. Todos somos europeos, asiáticos, americanos nativos y africanos por igual. Por lo tanto, bajo esa lógica, es absurdo discriminar por motivo de raza. Tan absurdo, que los racistas son extraños desquiciados y hablar de racismo es un despropósito. Tan absurdo, que criticar la elección de un actor blanco para interpretar al popular futbolista Paolo Guerrero en la nueva producción de Netflix (después del “blackface” de Magdiel Ugaz para interpretar a su madre en una cinta biográfica) resulta estúpido.

Aunque la ciencia biológica parece darles la razón – las diferencias genéticas entre nosotros son insuficientes para considerar la existencia de razas humanas más allá de ligeras variaciones fenotípicas – su apreciación resulta convenientemente simplista al pasar por alto consideraciones vitales para entender lo humano: las cuestiones sociales y culturales. Y es que, apelando a la generalización ramplona propia de los estereotipos, asociamos una serie de atributos – comportamientos sociales y manifestaciones culturales – a unos determinados rasgos fenotípicos (a los que añadimos variables como el lugar de procedencia o el nivel socioeconómico) para prejuzgar a la persona. Sin siquiera conocerla, basados en tales prejuicios nos atrevemos a predecir su nivel de inteligencia y hasta su conducta sexual. Así, lo racial es producto de una construcción social.

Una construcción en torno a la cual se erige el sistema que consagra una discriminación estructural: las diferencias que identificamos entre los semejantes motivan una jerarquización que incluso el Estado ratifica con sus acciones u omisiones. Recordando a un siempre lúcido Aníbal Quijano y su teoría de la colonialidad del poder, aquí se desarrolla un descarado eurocentrismo al categorizar a las “razas” y ordenarlas en la pirámide social que aplicamos y negamos al mismo tiempo. Mientras más “occidentales”, más cercanos a la cúspide. Y viceversa. Lo más distante a la vieja metrópoli europea es confinado a la base, perpetuando la tragedia de las poblaciones históricamente postergadas.

El sistema es muy cómodo para los que guardamos mayor cercanía con lo occidental. Demasiado cómodo como para admitir que algo anda mal y que, en realidad, lo nuestro no pasa de un virreinato políticamente correcto. Por ello, cuando nos confrontan con la dura y áspera verdad, soltamos desenfrenados ingas y mandingas a justificarnos. Mirar por encima del hombro al que es diferente y reírse en su cara mientras le decimos lo tonto que es al reclamar dado que “todos somos iguales y tenemos un poco de todo” nos conforta. Y nos reconforta arribar a la conclusión de que el racismo no existe o solo responde a los desvaríos de unos pocos. Sencillamente, el mundo es como es y eso no es nuestra culpa.

Sin embargo, si reconociéramos que somos presa de las taras que invisibilizamos, podríamos comprobar que nuestras diferencias son reales, pero nada tienen que ver con nuestros estereotipos y prejuicios. Podríamos abrir los ojos y darnos cuenta de que no todos tenemos la misma idea de progreso, no todos manejamos las mismas nociones acerca del mundo y sus dilemas ni todos pertenecemos a una sola nación de cultura mestiza. Por el contrario, admitiríamos al fin que coexisten múltiples naciones sobre este territorio llamado Perú – cada una con su propia cultura y cosmovisión – y que eso está bien. Admitir la riqueza de nuestras diferencias nos conduce a una conclusión vital para el porvenir de nuestro país: no todos somos iguales, pero todos merecemos las mismas oportunidades.

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