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jueves, marzo 28, 2024

Vargas Llosa y el liberalismo inmundo

 Por: Álvaro García L. 

Todas las cosas envejecen: los organismos vivos, las personas y las ideas. Es la dureza de la segunda ley de la física. 

Pero hay maneras dignas de hacerlo, manteniéndose leales a los principios con los que se alcanzó el cenit de la existencia, consciente de los errores y sin arrepentimientos ni transformismos de última hora. Pero hay existencias que se corrompen por elección, que se degeneran por decisión. Son los seres que se revuelcan en la inmundicia del alma arrastrando tras de sí las maldades de un destino extraviado.  

Este es el patético devenir del político Vargas Llosa de hoy; no de aquel genio literario que hizo méritos propios para entrar en la estantería de las letras universales con “La ciudad y los perros o “Conversación en la catedral.  Su actual prosa política viene chabacana, llena de monstruosidades ideológicas que mancillan la pulcritud de los ideales conservadores que algún día profesó. Es como si hubiera un empeño deliberado por envilecer a la persona que obtuvo el Premio Nobel y dejar en pie a un decadente político atribulado por pasiones bárbaras. 

Vargas Llosa se traga sus otrora enjundiosas convicciones democráticas para apoyar sin decoro a la heredera del régimen fujimorista que cerró el Congreso de la Republica, suspendió al poder judicial, ordenó el asalto militar de medios de comunicación del Perú y promovió escuadrones de la muerte con decenas de masacres en su haber. Eso habla de un pervertido drama en el que un reposado liberal muta a un ardiente neofascista.  

Y no es un tema de temperamento débil o convicciones efímeras que quizá, en este caso, hayan ayudado a la elegancia de su prosa. En realidad, Vargas Llosa es un ejemplo, letrado de un desplazamiento emocional de la época. 

Respalda groseras maniobras de la derrotada Keiko Fujimori que denuncia “fraude” electoral y anula miles de votos de comunidades indígenas y mantiene un curioso silencio frente al manifiesto de ex jerarcas militares para que las Fuerzas Armadas desconozcan la victoria de Pedro Castillo.   

Son síntomas del ocaso de un liberalismo político que, en su rechazo a asumir con aplomo el crepúsculo de sus luces, prefiere desnudar sus miserias en la retirada. Antes podía jactarse de su filiación democrática, su tolerancia cultural y conmiseración por los pobres, porque, con independencia del partido político victorioso, los ricos siempre triunfaban en el mundo en el que las alternativas de “mundos posibles” estaban diseñados a su medida.  

Ahora el planeta se ha sumergido en una incertidumbre de destino. Las élites dominantes divergen sobre cómo salir del atolladero económico y medioambiental que han provocado, los pobres ya no se culpabilizan de su pobreza, la utopía neoliberal se desvanece y los sacerdotes del libre mercado ya no tienen a sus pies a feligreses a quienes embaucar con redenciones futuras a cambio de complacencias actuales.  

Es el tiempo del ocaso del consenso globalista. Ni los de arriba tienen criterios compartidos de hacia dónde ir; ni los de abajo confían en el viejo curso que los de arriba les señalaban.  

Nadie de los inconformes sabe con certeza hacia dónde ir, aunque saben con claridad plebeya y callejera lo que ya no pueden soportar. Es la época de un presente que desfallece y de un futuro que no llega ni anuncia su existencia y las viejas creencias dominantes se fisuran, se repliegan para dar paso a la incredulidad y a la búsqueda de alguna nueva certidumbre donde enraizar las esperanzas. 

Se trata de un caos creador que erosiona las viejas tolerancias morales entre los de “arriba” y los de “abajo” y que, con ello, empuja al consenso neoliberal que agrupó a la sociedad a replegarse. La calle y el voto, ya no los medios de comunicación ni los gobiernos, son ahora los espacios de la gramática donde se escribirá el nuevo estado de ánimo popular.  

La democracia se revitaliza desde abajo, pero paradójicamente por ello, se ha convertido en un medio peligroso para los ideólogos neoliberales que fueron demócratas en tanto el voto no pusiera en riesgo el consenso privatizador y de libre mercado. Pero, ahora que la calle y el voto impugnan la validez de este único destino, la democracia se presenta como un estorbo y hasta un peligro para la vigencia del neoliberalismo crepuscular.  

El golpe de Estado tiende a instalarse como una opción factible en el repertorio político conservador.  Y todo ello lo hace cabalgando un lenguaje enfurecido que aplasta en su galope cualquier respeto por la tolerancia y el pluralismo 

Estamos ante la desintegración del neoliberalismo político que, en su fase de ocaso y perdida de hegemonía, exacerba toda su carga violenta y está dispuesto a pactar con el diablo, con todos las fuerzas tenebrosas, racistas y antidemocráticas, para defender un proyecto ya malogrado. El consenso universalista del que se jactaba el neoliberalismo en los años 90s, ha dado lugar al odio enfeudado de una ideología de outlet. Y, como lo demuestra el último Vargas Llosa, la narración de esta putrefacción cultural es un bodrio literario carente de la épica de las derrotas dignas.     

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