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viernes, abril 19, 2024

La lora Jacinta

Esta es otra historia; pero me la contaron. Ocurrió en el año de 1959 en Tarapoto, cuando aún los vecinos tenían un himno cuya letra decía: “Paiche y poroto, comida de Tarapoto”. Y ocurrió en el barrio La Hoyada. Era alcalde de la ciudad don Washington Valdivieso Romero, próspero comerciante, de quien los pendencieros decían que en su ferretería vendía clavos sin punta. La ciudad tenía problemas de suministro eléctrico y pensaban solucionarlo en el futuro con la hidroeléctrica que se iría a construir en el sector del Metovado, en el Cumbaza.

Las escenas que voy a describir corresponden a una época en que Tarapoto estaba llena de esos cocoteros gigantes, en una ciudad que tenía sus calles de largas hileras de cercos con ramas que se proyectaban desde los huertos, y  que eran unas chacras dentro de la ciudad. Predominaban las casas de techo a dos aguas, mayormente de crisnejas. Incluso, la casa de mis padres, que la habían comprado a mis abuelitos, fue una de las últimas en hacer el tránsito hacia el techo de calamina, que ya había comenzado a ser dominante en el paisaje urbano. Después llegarían los aligerados que cambiarían el patrón urbanístico de la ciudad.

Por el sector de la conocida familia de los Tenazoa, a la que pertenecía mi abuelita Mercedes, en La Hoyada, vivía una señora de avanzada edad que criaba a una  nietecita adolescente, mozanderilla y pizpireta. La señora, doña Ludgarda, tenía una lora a la que le puso por nombre Jacinta y que se convirtió con el tiempo en sus ojos y oídos para vigilar a Sandrita, la nieta. En nuestros términos modernos, Jacinta se convirtió en una auténtica sicario, pues estaba al tanto de los movimientos de la adolescente, que no perdía tiempo y mañas para encontrarse con el sherete, quien llegaba desde el barrio por donde siempre ha vivido nuestro buen amigo al que conocemos cariñosamente como Chorizo.

Jacinta demostró tener habilidad para aprender a hablar. Ya hubieran querido nuestros congresistas tener el floro que tenía la lora; sin embargo, se había perfeccionado como una acusete y no sabemos por qué le llegó a tener tirria a Sandrita, pues estaba al tanto de sus escapadas, de lo que informaba al toque a la abuelita. Cuando el sherete ya rondaba cerca y lanzaba su silbido, Jacinta gritaba: “¡Ya se va a escapar la malvada!”.

Sandrita y Jacinta habían construido un conflicto que ningún taller de relaciones  humanas hubiera arreglado.  Todas las tardes, a eso de las seis y media, Jacinta parecía alterarse porque ya intuía que la mozuela tenía que escaparse sí o sí. La lora se ponía nerviosa, sus movimientos eran más rápidos, quería hacerse notar ante la abuelita para ponerla sobre aviso. Sandrita la amenazaba haciéndole ver puñetes, lo que parecía irritarla más. La lora se había comprado un lío por las puras huevas: como los regidores de estos tiempos.

Jacinta, a medida que aumentaba su inquina contra Sandra, había aprendido nuevas y más explicitas expresiones que denotaban la intensidad de su odio.  Palabras como infame, perversa, malandrina, se incorporaron a su vocabulario, pero sin llegar al léxico soez del ex congresista que se parece a Mefistófeles. Cierto anochecer, cuando Sandrita se daba sus fugas habituales, Jacinta lanzó el grito de advertencia: “¡Otra vez se escapa la maldita y desgraciada!”. Y no sabemos cómo terminó esta graciosa historia; pero dicen que Sandrita se convirtió en una mujer guapa y poderosa,…como nos la recomiendan los médicos. [Comunicando Bosque y Cultura].

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