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viernes, abril 19, 2024

El virus ha destapado la otra pandemia: la pobreza

INFORME

De repente, la pobreza se ha vuelto noticia, es imposible no ver el impacto absolutamente desproporcionado que el coronavirus está teniendo entre la gente pobre y marginada. El coronavirus no ha hecho más que destapar una pandemia de pobreza que venía de antes.
La COVID-19 llegó a un mundo en el que crecían la pobreza, la desigualdad extrema y el desprecio por la vida humana.

Un mundo en el que las leyes y las políticas económicas se conciben para crear y mantener la riqueza de los poderosos, no para acabar con la pobreza. Hace tan solo unos meses muchos celebraban el inminente fin de la pobreza y ahora el problema está en todas partes, la explicación es simple: los líderes mundiales y “expertos analistas de la economía” llevan diez años con un mensaje falso sobre el progreso en la lucha mundial contra la pobreza; han dicho que es uno de los “mayores logros de la humanidad”, una hazaña “inédita en la historia de la humanidad”; y un logro “sin precedentes”. Pero la historia de éxito siempre ha sido muy engañosa.

Tener un panorama poco realista del progreso en la lucha contra la pobreza ha tenido consecuencias nefastas.

Este supuesto éxito se ha atribuido al crecimiento económico, justificando así programas caracterizados por la desregulación, la privatización, la reducción de impuestos para empresas y ricos, el libre movimiento de capitales y la excesiva protección para las inversiones.

Todo desde las exoneraciones fiscales para los súper ricos hasta los destructivos megaproyectos de extracción de riquezas, era justificado como formas de reducir la pobreza, cuando en realidad no estaban haciendo nada de eso.
Presentar los intereses de los ricos como el mejor camino para mitigar la pobreza ha cambiado radicalmente el contrato social, redefiniendo al bien público como aquello que ayuda a los ricos a ser más ricos.

Este relato del progreso se ha usado para tapar los terribles resultados que esta perversión de las políticas pro-crecimiento han provocado en el mundo.

Muchos de los países que lograron grandes subidas en su PIB también registraron una explosión en la desigualdad y un aumento del hambre. En muchos casos, el crecimiento ha venido con costes terribles en salud y vivienda, con persistentes diferencias raciales en la distribución de la riqueza, con la proliferación de empleos donde no se pagan salarios dignos, con el desmantelamiento de las redes de seguridad social y con la devastación del medio ambiente.

Todos estos fenómenos estaban directamente relacionados con las políticas neoliberales, pero nunca fueron incluidos en el relato heroico de la lucha contra la pobreza.

El cuadro optimista que pinta la medida de pobreza más publicitada del Banco Mundial ha fomentado la complacencia, miles de millones de personas enfrentan un mundo de pocas oportunidades y muertes evitables, demasiado pobres como para disfrutar de los derechos humanos básicos.

Alrededor de la mitad de la población mundial vive con menos de 5,50 dólares al día: se trata de 3.400 millones de personas, una cifra que apenas ha disminuido desde 1990. Ni siquiera los países de ingresos altos y con recursos abundantes han logrado reducir seriamente las tasas de pobreza.

El coronavirus no ha hecho más que destapar una pandemia de pobreza que venía de antes. La COVID-19 llegó a un mundo en el que crecían la pobreza, la desigualdad extrema y el desprecio por la vida humana. Un mundo en el que las leyes y las políticas económicas se conciben para crear y mantener la riqueza de los poderosos, no para acabar con la pobreza.

La pandemia de pobreza durará mucho más que la del coronavirus hasta que los Gobiernos no empiecen a tomarse en serio el derecho de todas las personas a tener un nivel de vida adecuado.

Para eso hace falta que dejen de esconderse detrás de la miserable línea de subsistencia fijada por el Banco Mundial y abandonen el triunfalismo con el que hablan del inminente fin de la pobreza.

Es imprescindible una transformación social y económica más profunda para evitar una catástrofe climática, para lograr una protección social universal, para redistribuir la riqueza con una auténtica justicia fiscal y, en última instancia, para encaminarse de verdad hacia el fin de la pobreza.

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