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jueves, abril 18, 2024

Un rotundo amor

Mi padre manejaba un tren. Era ferroviario. Tenía una mirada firme, franca y un temple sereno. Sus bigotes terminaban en punta y sus ojos gatos estaban llenos de curiosidad. Fumaba parsimoniosamente, le gustaba el buen vino, un poco fuerte. Cuando llegaba a casa todo debía encontrar ordenado y limpio. Después del baño y la comida, descolgaba la guitarra de la pared. Tocaba bien. Cantábamos canciones alegres terminando en coro, hasta cansamos; luego nos íbamos a dormir.

Jesy, mi hermana, alcanzó la edad de la mujer y la más hermosa juventud, por lo que Tubino se embriagó hasta atontarse de su floreciente belleza. Buscaba encontrársela en la plaza, en el parque, en el camino al instituto…; pero sólo la podía alcanzar furtivamente en sus sueños. Una vez la logró atajar en un recodo del camino.
–No, ni te acerques. ¡Ni lo intentes! –le dijo ella.
–¿Por qué? –le respondió él–. Tú sabes que estoy enloqueciendo por ti. Me muero Jesy si un día no te veo, aunque sea de lejos.
–No; todos saben lo bandido, mujeriego y distraído que eres. Si mi papá se entera, si nos ve juntos siquiera conversando, tenlo por seguro que te mata. ¡Vete Tubino! ¡Vete!

De alguna manera la joven logró escaparse; pero dejó caer un rosario. Tubino lo recogió alborozado, porque pensó que ella lo había hecho a propósito. Desde entonces, de lejos podía mirarla en la misa, furtivamente, claro está; sin embargo, la madre se percató.
–No juegues con fuego muchacha, tu padre tiene licencia para portar armas, cuidado con las desgracias.
Un día se le acercó,
–¿Qué haces aquí?, ¡vete!
–Hablaré con tu padre.
–¿Estás loco?
–Entonces nos fugamos.
–Pero nos mataría a los dos.

El siguiente domingo Tubino estaba feliz. Ya había encontrado una salid… ¡Cuantas cosas se hacen por amor!
Tubino entró a trabajar como ferroviario y se hizo mañas para ubicarse al lado de don Dino, quien se encargaría de adiestrarlo en enseñarle el oficio.
Al comienzo la gritaba, le sermoneaba, hasta que fueron entendiéndose y haciéndose buenos camaradas. ¡Qué tal paciencia!
Al tercer mes, el día de descanso de don Dino coincidía con el de Tubino, y ese domingo lo invitó a comer en su casa.

–Quiero ver qué tan bien tocas la guitarra y si tiene temple su voz –le dijo.
Jesy fue la última de la familia en ser presentada; ambos fingieron muy bien y la madre miró ese saludo con desconfianza.

–Parece que de veras te quiere, para haber hecho todo ese sacrificio, porque tu padre casi no hace ese tipo de amistades –comentó con su hija, en un rincón.
Tubino estaba Feliz. El viejo miraba de soslayo como se iban gustando; pero la guitarra y las canciones suavizaban las cosas. No cabían en sí de gozo cuando don Dino mismo les dijo:
–¿Por qué no van a la matiné, a ver ese film de acción que tanto han comentado durante la comida?
Aquel lunes cuando echaron a andar el tren, don Dino no estaba sólo duro sino amenazante a punto de estallar.
–¿Ya conocías a mi hija antes, no? Me engañaste.
–Perdón, don Dino; ella me dijo que si usted se enteraba sólo de que me gusta me mataría. Yo lo amo don Dino. Mis intenciones son las más sanas.
–¿Cómo lo hiciste con las otras enamoradas que tuviste?
Hubo un largo silencio, solo acompañado del ruido del tren. Finalmente habló el viejo:
–¡En un mes te casas! ¡Ni un día más!
Tubino saltó de alegría.
–Gracias papá –le dijo–, ¡aunque sea mañana mismo!
–Y no creas que porque vas a ser mi yerno no te puedo hacer dos agujeros en la panza si la engañas.
–¡Si!, ¡si!, por supuesto, pero eso no sucederá, ¡se lo juro!
–¡Más te vale! Y ahora atiende a tu trabajo que la maquina no es automática. ¡Esa Jesy me las pagará! ¡Espere a que llegue a casa!
–Señor, ella no…
–¡Cállate! Que todavía no están casado… ¡Atención a la máquina que no camina sola!
Años después murió mi padre y Tubino ocupó su lugar en la casa, en la sobremesa y también como cabeza de familia.
Su mirada lo decía todo de su recia personalidad.

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