La brutal ceguera que han generado las creencias alrededor del planeta abruma cuando uno lee historia.
Durante las cruzadas, por ejemplo, europeos arrasaron a pueblos islámicos sin culpa en África y el Medio Oriente. Violaron a sus mujeres, mataron a sus niños, justificándose para ello en el sionismo bíblico que a cristianos pertenecía. Y destruyeron las bases de la única sociedad religiosa que permitía la libertad de culto entre sus fronteras. En aquellos tiempos, judíos, cristianos y musulmanes podían vivir juntos en los predios del profeta.
Cuando los musulmanes llegaron hasta España, transformaron sus costumbres, entre ellas la de incluir en sus ciudades los baños públicos, en donde la gente podía lavarse el cuerpo de forma diaria. También llevaron la tolerancia.
Cuando llegó el cristianismo, arrasó con esas costumbres, sobre todo con la del amor al agua, porque los baños incitaban a la lascivia y eran cosa del diablo. Lo que era cosa del diablo era la inquisición, un horrendo mecanismo de terror a través de la tortura que pretendió sepultar el conocimiento de, por ejemplo, que la tierra era redonda y que el sol estaba en medio de nuestro pequeño sistema. Que el universo era mucho más grande de lo que podíamos siquiera imaginar.
Y hoy, tal como antes el cristianismo, el Estado Islámico destruye con su odio, acumulado durante siglos de abuso occidental, la historia y la vida de los pueblos del islam (que en lengua árabe significa paz), tras ser financiados por los mismísimos Estados Unidos; uno de esos países, que siempre han sabido encontrar los medios para que la matanza gobierne.